El tortuoso oficio de las videollamadas

videollamadas

 El tortuoso oficio de las videollamadas


En la esquina del escritorio, una rayita apenas tiñe la imagen de la antena. Voces entrecortadas en mis audífonos. La pantalla llena de cuadros inmóviles: personas vueltas estampa, estatuas electrónicas. Ruidos y zumbidos y bullicio rasposo. El ventilador del CPU desenfrenado. ¿Me seguirán escuchando? Sigo hablando bajo una mera suposición, continúo sin saber si acaso mis palabras son un monólogo involuntario. Mi trabajo se ha convertido en un salto de fe. Si dar clases ya era una cruzada contra la pereza y la desidia, la comunicación a distancia la volvió una actividad de mayor dificultad. ¿Te volviste profesor por el placer de la convivencia? Tu vocación está a prueba. Bienvenido, maestro, a un nuevo círculo del infierno docente.

Aunque hice todo lo que tuve a mi alcance, las primeras veces que di clases en línea fueron martirios de dos o cuatro horas corridas en los que enfrenté una batalla incesante contra otro enemigo invisible: la señal de internet. Su conexión es inestable, me dijo la computadora interrumpiendo con brusquedad mi perorata sobre el verso tradicional y el verso libre. Su conexión es inestable, repitió y no supe si acaso era ésa una crítica a mis habilidades pedagógicas.

Las videollamadas dejaron de ser lo que antes fueron para mí: dosis gratificantes de familiares que decidieron migrar, amigos a kilómetros de distancia, soluciones en medio de un viaje. Se desvistieron de su traje placentero y feliz para anudarse la corbata de la obligación y la rutina. La necesidad que tuve de trasladar todo mi cotidiano a la estrechez de esta pantalla me ha hecho valorar un poco más el oficio de los youtubers que antes desdeñaba tanto. Su comodidad por hablarle al vacío, su falta de miedo al silencio, la pantomima de fingir la calidez de una charla en ausencia… cada día se me muestran como extrañas formas de un talento que yo no poseo. Me falta ese entusiasmo baladí; me sobran timidez y cachetes.

A principios de año me hubiera resultado imposible imaginar un mundo donde el contacto con personas que viven en la misma ciudad —o, peor aún, en la misma colonia— tuviera que ser mediante una webcam y no en una casa o un café. Quizá por eso, en los primeros días de transición, una sensación futurista recorría mis pensamientos que solían evocar las imágenes de Volver al futuro, los Supersónicos y otras tantas películas y series donde la comunicación audiovisual era un símbolo del porvenir tecnológico. No obstante, mi percepción cambió tan pronto me empecé a sentir no como una habitante del futuro sino como una triste esclava de este presente lleno de imposibles: encerrada en un tiempo neutro y estéril.

“¿Hola, me escuchas?”, digo mi parlamento usual y descubro que, hoy en día, la fática es mi función favorita del lenguaje. Mis conocidos son rostros acaparando un recuadro. A veces pienso en lo mucho que me he desacostumbrado a las espaldas y los perfiles. Conozco casas que jamás hubiera visto, mascotas dulces e impertinentes; me embelesan los fondos y me pregunto qué tanto son elegidos u obligados: estantes de libros, blancas paredes mudas o, simplemente, eso que hay en el único sitio donde la conexión resiste al lado del módem. Corren tiempos aciagos para los que no somos fotogénicos. De pronto, la cámara de la computadora se volvió espejo y, a la vez, ventana al exterior; paradoja del adentro y del afuera.

¿A quién observa la gente en las videollamadas comunales? ¿Espían a todos en busca de algo entretenido? ¿A sí mismos como un Narciso del siglo XXI? ¿Aprovechan para mirar a quien les gusta en secreto? ¿Levantar una ceja y tener el mismo gesto por respuesta nos descubre vistos por quien veíamos? La luz blanquecina en la piel revela a los desertores que han minimizado la charla y pasean los ojos en una pestaña distinta. Este medio permite cosas que en la vida diaria se considerarían groseras o sencillamente imposibles: estar presente sin escuchar nada, poner mute, tener juntas con aliento alcohólico, hablar desde el espacio exterior, celebrar una cita en calzoncillos. En la balanza luchan la comodidad y la frustración.

Como a muchos otros, me sorprende lo fácil que nos resulta acostumbrarnos a una vida distinta. A pesar de que la conciencia de lo insólito nos asalte de vez en cuando, la mayoría alcanza a sobrellevar esta mudanza de hábitos. Luego de largas videollamadas tortuosas con conexiones que fallan, me he sorprendido a mí misma experimentando una suerte de nostalgia de los poros, la respiración y los aromas al volver a hablar con alguien en mi casa. Me siento partícipe de otra modalidad de olvido. Qué curiosa es esta voz sin ecos tecnológicos, pienso. Qué fluidos son los movimientos de este semblante sin pixeles. Al platicar cuerpo contra cuerpo tras prolongadas sesiones de culto a la pantalla, lo digital y lo vital comienzan a confundirse. “¿Acabo de tartamudear en el intento de encontrar una palabra o será que me estoy trabando por problemas de la red?”, cavilo para mis adentros sin revelar mis penosas confusiones. No quiero atosigar a mi escucha con más reflexiones de estos días de los que ya nadie quiere saber nada. Todos necesitamos urgentemente abandonar esta reunión. Ojalá el comando de “silenciar micrófono” existiera también en mi cabeza.

 Fuente
https://cultura.nexos.com.mx/?p=20418&fbclid=IwAR13DS-PxDfqr9FdqtiHDqskQK5xHP8hgo6noMFiPdNx0O30MelM_HQR6Rw

=====================

Este artículo refleja lo que nos pasa a los que nos dedicamos a la docencia, a la capacitación y a la formación. Sin embargo, esto ya es común para la gran mayoría de la gente, a partir del encierro mundial. 
Importante reflexionar cómo derivará todo esto.



COMENTARIOS